Oliverio Girondo

Oliverio Girondo
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Norah Lange > Prosa y Poesía

La Calle de la Tarde - 1925

Una nañanita azul
                      el sol cayó en mis manos.
Los rayos se pasearon por los caminos de
                                          mis brazos.
El beso de oro
               hizo sangrar mis dedos.
todo el cristal se rompió de llanto
y el camino
             largo como un siglo
                               formó otro horizonte.

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Tus pupilas como pájaros sin alas
  abarcan la  mañana.
La ciudad hunde su grito
            tras un sufrimiento de luz.
Medio día de sol y de organitos.
El dolor se adhiere a las rejas
   con un vago temblor de enredadera.
Una ausencia de limosna
                                  sobre la mano fría.
La calle se acoge a los árboles.
El umbral de mi casa
            traduce sus penas
                         con un rosario de pasos.
Mi corazón se abre a la tarde.
La tarde se oculta tras las rejas.
                     como una mano hospitalaria.

 

Ciudad

La vía se extiende
  inmóvil como un recuerdo
sobre la tristeza muda de las calles.
La ciudad deletrea su vida
                        con un grito de acero.
El bullicio se da
               a las ventanas abiertas
                                como un éxtasis.
El poniente no mira a las ciudades.
La calle está sembrada
                     de horizontes metálicos.
La obscuridad
           anida en los hilos
                  y todo el atardecer
                            hunde su pena
                                          en el vacío.

Los Días y Las Noches - 1926

Tango

Tango con la hondura trágica
que enlutece a las esquinas solitarias.

En las horas que engarza el silencio
tu rezo de arrabal es como una tarde
enaltecida con fiereza de puñales.

Te escuchamos bajo el agobio de una pena
que quiere ser esperanza.

Pero la congoja abre sus recuerdos
y la noche es la tristeza del mendigo,
   y es el abrazo que ciñe a las calles sin cielo.

Lentamente, se aniquila la espera,
y prefieres callar, atardeciendo, así,
las caricias que procuran unas manos.

Tango que  vienes como un sosiego,
Desde su corazón al mío!

 

Tarde a Solas

Vacía la casa donde tantas veces
las palabras incendiaron los rincones.

La noche se anticipa
en el piano mudo
que nadie toca.

Voy a solas desde un recuerdo a otro
abriendo las ventanas
para que tu nombre pueble
la mísera quietud de esta tarde a solas.

Ya nadie inmoviliza las horas largas y cerradas
a toda dicha mía.

Y tu recuerdo es otra casa
        grande y quieta
por donde yo tropiezo sola.

Y mis latidos forman una hilera de pisadas
que van desde su puerta hacia el olvido.

Fragmento de Cuadernos de Infancia - 1937

La Madre

“La veo ribeteada de una ternura que nadie podría tocar sin deshacerle algo, sin agregarle más gracia de la que era necesaria y real.
Montaba su caballo, vestida con esos faldones amplios, opacos, que se usaban en aquella época.
La veíamos toda entera de un lado del caballo, la cara escondida bajo el ala del chambergo negro. Del otro, una sola mano enguantada; el perfil tan claro, como si de pronto se acercara a una lámpara.
Parecía que toda la figura hiciera contrapeso, desde un flanco del caballo, al otro, al luminoso, al íntegro de su rostro. Montando así, nos alcanzaba una doble dulzura: podíamos verla de un costado, del costado de la sombra, del menos conocido, y del otro, en donde estaba toda, la recuperábamos intacta, idéntica al panorama de cariño que nos mostraba todos los días.
Mi padre al levantarla hasta la montura, sólo necesitaba juntar las manos para que ella apoyara un pie. La madre subía y, de inmediato, ya lista, se quedaba atenta esperando. Todos sus gestos, aunque fueran nuevos, vivían en seguida un paisaje habitual.
Mi padre hacía avanzar su tordillo, y al infligirle con su bota pequeños golpes en las patas, el caballo estiraba las delanteras y las posteriores en direcciones opuestas, hasta que la montura descendía a un nivel en que no era necesario emplear los estribos.
En semicírculo, nosotras comentábamos la actitud sumisa y obediente del caballo, y después de proporcionarnos ese espectáculo, se alejaban con un trote lento.
El lado resplandeciente de la madre desaparecía, y sólo nos quedaba el menos familiar, el más austero. Al acercarse a los primeros álamos que limitaban la quinta, recién sentíamos que algo nos faltaba. La barba rojiza de mi padre era lo único que divisábamos.
Ahora sé que el otro lada de la madre, el luminoso, iba muy cerca suyo.”

Fragmento de Cuadernos de Infancia - 1937

Tres Ventanas

La tercera ventana era la de Irene. Yo siempre tuve por ella un poco de admiración y un poco de miedo. Me llevaba seis años. A veces le permitían que se sentara a la mesa, en el comedor grande, cuando las visitas eran de confianza. Mis hermanas mayores hablaban de ella, en voz baja. Le habían sorprendido secretos y, al comentarlos con un tono regocijado y misterioso, se hallaban muy lejos de creer que pronto les llegaría el turno también a ellas. Susana y yo, las menores, no éramos suficientemente perspicaces para adivinar el motivo de esos largos cuchicheos. Una tarde las oí hablando de pechos. Cuando lo pienso, comprendo el miedo que habrá sentido, solita, la primera, al ver que  su cuerpo se curvaba, que la caja torácica perdía su rigidez, que los senos comenzaban a doler y a moverse imperceptiblemente.
De su ventana, siempre esperábamos las más grandes sorpresas. Irene nos hablaba de raptos, de fugas, de que alguna mañana se iría con su bultito de ropa, como Oliver Twist, porque en casa no la querían, o porque alguien la aguardaba afuera. Quizá por eso su ventana siempre me pareció misteriosa.
Una noche, cuando todas nos hallábamos acostadas, Irene vino hasta mi cama, para despedirse. Envuelta en una manta, traía un atadito de ropa al brazo. Me habló con voz compungida y me anunció que se marchaba por que nosotros la tratábamos mal y era muy desdichada.
Yo pensé en seguida en la ventana. Pensé que había llegado el momento. Me levanté y la seguí, llorando. Mucho rato después, los labios de Marta, arrepentidos, me dejaron entrever que era una farsa.
Entonces su ventana desapareció, despacito, hasta parecerse a las otras.

Fragmento de Cuadernos de Infancia - 1937

Muerte del Caballo

“A veces Susana y yo nos preguntábamos:
-¿Qué será lo mas triste? ¿Algo que no tenga nada que ver con la familia, ni con alguien que se vaya o que se muera? ¿Qué sea lo más triste para todos, sin tener ninguna relación con personas?
Susana se quedaba pensativa y luego hacía desfilar un ejército de animales muertos, inundaciones, un rayo adherido a un árbol. Pensábamos en muchas cosas. Las mías eran más simples. Yo me imaginaba los pichones en el suelo, las vacas muertas y olvidadas en el camino, un águila llevándose un cordero, una serpiente enroscada a un caballo, apretando el abrazo hasta asfixiarlo.
Siempre relacionaba la tristeza con los caballos. Me parecían tan decentes, tan resignados, tan silenciosos. Cuando quería imaginar un dolor grande en algún animal, no pensaba en los perros ni en los gatos, en las vacas ni en los conejos. Siempre veía un caballo.
Una noche en que habíamos hablado mucho, me fui a acostar pensando en el tordillo de mi padre que se agachaba hasta el suelo para que él montara sin ningún esfuerzo. Alguien había comentado un libro cuya protagonista se hunde en un pantano, sin que nadie consiga salvarla, y donde lo último que se ve es la mano agitándose, como una hoja, sobre el barro. Pensé enseguida en un caballo, en un caballo blanco que fuese sumergiéndose, poco a poco, en esa región movible y pegajosa, hasta que sólo quedara afuera la cabeza, la boca desesperada, la nariz y los ojos desmesurados y tristes porque se van llenando de tierra insistente, elástica y mojada.
Cuando Susana volvió a preguntarme “¿qué será lo más triste?”, le dije mirándola como si le comunicara una noticia muy penosa:
-Un caballo blanco, hundiéndose en un pantano.”

Fragmento de Antes Que Mueran - 1944

“Estaba sentada en el primer peldaño con un espejito entre los dedos. Al percibir que se miraba sino que lo mantenía al revés, como si quisiera que algo se reflejara en él, me puse a observarla.
Largo rato permaneció así al pie de la escalera, chiquita y solitaria, mirando el reverso del pequeño espejo.
Entonces, para no asustarla, me acerqué antes de preguntarle:
-¿Qué haces con ese espejo?

-Le enseño a ser grande –y segura de que no había entendido, agregó-: Lo obligo a mirar las cosas que miran los espejos grandes.”

Fragmento de Personas en la sala - 1950

“Mi cuarto de pronto se iluminaba y el resplandor de los relámpagos invadía los rincones, dejándolos separados y distintos. Yo los vigilaba, los esperaba, procurando pasar inadvertida para que nadie me pidiera que cerrase las persianas. Con los ojos bien abiertos, sin pestañear, los veía estremecer las sombras, rayar el cielo con sus temblorosas verticales, para quedarse, unos instantes, detrás de mis ojos. Si ellas me hubiesen visto mientras recogía la mayor cantidad posible de relámpagos para que durasen unos segundos más detrás de mis ojos, tal vez me hubieran dicho que es inútil luchar contra el destino, porque al rato, alguien me preguntó si me animaba a cerrar las persianas que daban a la calle. Yo me levanté irritada. Me disgustaba que se cerrara la casa. Siempre me pareció necesario contemplar una tormenta. Pero esa vez no tuve tiempo de enojarme porque me olvidé de todo y nadie advirtió que la calle, así, de pronto, sin ningún aviso, sin tumulto, sin caballos muertos, sin llamadores que golpean a media noche ni un grito solo a la hora de la siesta, había comenzado para mí.
Me dirigí despacio al sillón que se hallaba a oscuras. Recuerdo que al pasar me vi reflejada en el alto espejo de la consola, en el preciso instante en que un relámpago con su silencio agobiante enloquecía a las sombras. Ignoro por qué me gustó ese espectáculo de mí misma reflejada en el espejo, arrojada al espejo por un relámpago. Cuando se apagó el espejo abrí la ventana esperando la inundación blanca de un rayo. Pero sólo sucedió un trueno que hizo temblar los objetos de la vitrina. Mi árbol preferido se agitaba y me pareció menos árbol. Ya iba a estirar el brazo para cerrar la persiana cuando me atrajo una ventana iluminada en la casa de enfrente. Me avergonzó un poco cerrar las persianas si su luz llegaba a la calle, valientemente. Retiré la mano, cerré la ventana y permanecí espiando detrás de las cortinas. Y fue en ese momento –como si todo se hubiese preparado para que acudiese al encuentro de mi señalado destino- cuando las vi por primera vez, cuando comencé a mirarlas, y, mientras las miraba, recorriendo largo rato las tres caras alineadas –una apenas más elevada que las otras-, me pareció que mi mano sostenía, en abanico –como cuando se juega a las cartas-, el pálido trébol de sus rostros.”