Un poema escénico de Rafael Alberti

Si digo Norah, digo ya Oliverio.
Y si digo Oliverio, digo Norah.
Cuando por vez primera
arribé a estas orillas
(lejos quedaba España ya en cenizas
Europa ardía, el mar y el cielo ardían
y el fuego cada vez iba sacando
más espacio a la tierra),
aquí, entre los primeros
de este espacio tranquilo entonces, de la tierra
–lo recuerdo muy bien, era el Tigre–,
sobre el río Capitán
nos esperaban Norah y Oliverio.
Aquel día Oliverio
–10 de marzo de 1940–,
con su primer abrazo me dio su “Espantapájaros”.
Y luego, aquella noche,
aquella misma noche subió el agua.
El Tigre alzó su zarpa hasta el último tramo
de la escalera de Oliverio y Norah.
El huerto y el jardín ya no existían. Flores,
verduras y frutales,
lo eran ya de un jardín y un huerto sumergidos.
Y quedamos, entonces,
gustosos y obligados pasajeros
de aquel extraño barco, a merced de las olas
del vino, la amistad, la poesía.
Norah arcángel de ascuas los cabellos,
trataba de amansar las aguas con la música
de su celeste acordeón; mi armónica
le respondía en brisas populares;
María Teresa hablaba en castellano
de Castilla la Vieja y Oliverio
–un Debussy, con algo
de sátiro jovial mefistofélico–,
se afilaba la barba,
gritaba, se reía,
o callaba de súbito, pensando
en el posible rapto
de alguna bella náyade del río.
Cuando por fin las aguas descendieron,
nuestra amistad había
crecido de nivel y en una barca
enfilaba hacia el puerto
seguro y fervoroso de estos veintidós años.

Si digo Norah, digo ya Oliverio.
Y si digo Oliverio, digo Norah.
Pero desde este instante,
aunque no diga aquí más que Oliverio, Norah
seguirá estando siempre en mis palabras.
Voy en tu honor ahora, Oliverio Girondo,
en versos tuyos, cosas tuyas siempre
y algunas cosas mías,
a componer un breve poema escénico.